Una receta realista: Rapado, de Martin Rejtman

Información

  • Dificultad: media. La tentación de dar demasiadas pistas puede estropearte el plato.
  • Comensales: amantes del realismo sucio y de historias verdaderas sin final feliz.
  • Tiempo de lectura: 6 minutos.

Ingredientes

  • Un personaje desmotivado y aparentemente sin futuro.
  • Una familia algo desestructurada.
  • Unas gotas de nihilismo.
  • Un lenguaje certero, sencillo, poco adjetivado.

Pasos

El producto principal del plato será un personaje tan desmotivado, que ni siquiera hablará en toda la narración. Ubícalo en un entorno que no le ofrece estímulos y deja que fluya su día a día sin más norte que dejarse llevar por sus impulsos: un día se rapa el pelo, otro día roba una motocicleta… Parece como si nada fuera premeditado. Ponlo a calentar en aceite a fuego lento y déjalo durante seis minutos. Permite que el desarrollo de la historia recaiga no en los diálogos de los personajes, sino en sus acciones. Cada poco tiempo añádele unas gotas de nihilismo y de apatía al personaje principal. Al cabo de esos seis minutos, aparta la sartén y sírvelo en el plato, con una presentación austera, sin adornos. No será un plato gozoso, pero sí nutritivo.

El chef

Martin Rejtman (Buenos Aires, 1961) es escritor, guionista y director de cine. Ha dirigido cortometrajes, telefilms, documentales, largometrajes (Los guantes mágicos, Dos disparos…) y ha publicado cuatro libros hasta la fecha: Velcro y yo, Rapado, Literatura y otros cuentos y Tres cuentos. La historia corta que te ofrecemos a continuación, «Rapado», pertenece a su libro homónimo, publicado en la editorial Interzona, en 2007. Martin Rejtman ha llegado a afirmar que no se le toma en serio como director porque su cine tiene humor. «Rapado», sin embargo, es una historia cruda que carece de humor.

 Martin Rejtman receta literaria

Historia corta de Martín Rejtman: Rapado

Lucio toma una decisión repentina: entra en la peluquería —son las seis y media de la tarde; casi verano— y decide hacerse rapar. Primero, con una tijera le sacan la mayor parte del pelo. Después, una maquinita le afeita la cabeza.

En su casa, su hermana le acaricia el cuero cabelludo y con una media sonrisa le dice: “Estás lindísimo”. Hay una amiga de su madre que no lo reconoce, y al verlo pasar baja rápidamente los ojos al diario que estaba leyendo. Lucio entra al baño, se quita la ropa, la sacude. Abre la ducha y deja que el agua corra por su cuerpo.

Decide, otra vez casi repentinamente, que va a robar una moto. Quiere irse de vacaciones, lo echaron del trabajo y no tiene dinero, y además, hace dos meses le robaron una a él.

Cada vez que Lucio camina y ve una moto estacionada examina el tipo de cadena y candado, y se fija si además de eso no hay alguna llave de traba o contacto. Recorre concesionarias de nuevas y usadas y finge ser un posible comprador; se hace explicar cómo funcionan y se muestra muy preocupado por la seguridad.

Hasta que un día, con el sol rajante de las dos de la tarde, en una calle poco transitada de Floresta, Lucio ve cómo un tipo de unos veintiocho años le da un golpe fuerte y seco al candado de una Honda 550 con un martillo y lo rompe, en el mismo momento en que levanta la cabeza y mira a Lucio a los ojos. Se sube a la moto, arranca, y da vuelta la esquina.

Lucio se acerca al árbol al que estaba atada la moto. Todavía quedan en el aire partículas de polvo y restos de humo blanco. Se agacha y recoge un pedazo de candado. Busca la parte que falta y las une. Cuando vuelve a pararse, respira el humo blanco y siente cómo las partículas de polvo se depositan sobre su cuerpo y sobre su cabeza pelada.

Dobla la esquina. A mitad de cuadra ve la moto parada, cerca del cordón de la vereda. Mira alrededor y no ve a nadie. Se acerca. Se sube. Intenta arrancarla. No funciona: “Estará ahogada”, piensa. “Hay que esperar.”

Mira hacia todos lados, se siente observado y piensa que no hay nada más ridículo que ser culpado por un robo inútil de otra persona. Se baja y con su pañuelo limpia huellas digitales en las partes de la moto que tocó.

El pelo crece, pincha, se va haciendo un felpudito y Lucio tiene que volver a raparse. Esta vez, un amigo le afeita la cabeza con la Philips del padre. Ahora, más que una decisión repentina de cambiar de  aspecto, piensa Lucio, es una manera de dejar las cosas tal como están.

Con una sierra intenta cortar una cadena. El dueño de la moto sale de una casa, enfrente. Es tarde, las tres y media de la mañana. Lucio corre hasta perder el aliento. Se sienta en un zaguán. Está en Devoto. Oye pasos que se acercan corriendo. Ve al dueño de la moto. Tienen la misma edad. Los dos tienen la cabeza rapada. Se para delante de Lucio. Ambos tratan de recuperar el ritmo normal de la respiración. Lucio todavía tiene la sierra en la mano. Se miran un instante. Desvían las miradas. El dueño de la moto saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Lucio lo mira. El otro da una pitada. Junta saliva y escupe a Lucio en la cara. Lucio se limpia con el brazo mientras el otro se va.

La misma noche, junto a otra moto, Lucio se da cuenta de que el candado está mal pasado y cierra sobre una sola argolla de la cadena; la moto está libre. Se sube y arranca. Es un ciclomotor, una Zanella. Da vueltas por la ciudad vacía. No tiene cómo cerrar la cadena, y no sabe qué hacer con ella. Cuando empieza a amanecer la lleva a su casa, la mete en el ascensor y la sube hasta el sexto piso. La estaciona en su cuarto, que es muy angosto.

Los días siguientes no la saca a la calle por miedo a que aparezca el dueño. De a poco la va despintando (era verde oscuro) pero no puede sacarle toda la pintura. Así que cubre algunas partes con otro color y va tomando el aspecto de un camouflage, una moto militar. Esos días, Lucio casi no sale de la casa. Encerrado en su cuarto con la moto, pinta y despinta, escucha música, y busca dinero en bolsillos de pantalones, sacos y camisas colgados en el placard. Encuentra algún billete arrugado y lavado (ahora desteñido) y un candado partido en dos.

Sale sólo para las comidas. Sus padres desde hace tiempo no le preguntan nada. Ya no le dicen que estudie o que busque algún trabajo. De vez en cuando, Lucio saca algunos billetes de la cartera de la madre. Sabe que ella sabe y que el padre también sabe y que ellos saben que él sabe, pero todos fingen no saber.

Aproximadamente un año y medio atrás, el padre de Lucio viajó tres días al interior mandado por el banco. Al volver tenía el pelo completamente blanco. Por esa causa estuvo deprimido varios meses; le dieron licencia en el trabajo y se quedaba todo el día en su cuarto, durmiendo con la boca entreabierta. Lucio en esa época pasaba poco tiempo en la casa. Trataba de dilatar la vuelta por miedo a encontrarse con su padre muerto. Pero aparentemente el padre de Lucio nunca  había tenido la menor intención de suicidarse. Ni siquiera tomaba alcohol.

Un psiquiatra mandado por el banco empezó a tratarlo intensivamente y a los tres meses el padre volvió al trabajo en horario reducido. Después, todo volvió a ser como antes.

Ahora, durante las comidas que Lucio comparte con sus padres, todo es como antes. A su madre también le empezaron a salir canas, pero decidió teñirse de su mismo color. Jueves de por medio va a la peluquería con la hermana de Lucio; ella se tiñe, la hermana se retoca.

Pasa un tiempo prudencial y la moto, cree Lucio, está irreconocible. Con la pintura nueva está completamente cambiada, en un bosque  pasaría totalmente inadvertida. Además, le pegó una calcomanía de Angelo Paolo en el tanque de nafta. Entonces decide sacarla a la calle. Carga nafta, la mezcla con aceite y elige una ruta que va hacia el sur. Hace sesenta kilómetros y se queda sin combustible. Tiene que dejar la moto atada contra un poste de alambrado y hacer dedo hasta la estación de servicio más cercana. Lo lleva un camión. El conductor tiene unos treinta y cinco años y es tan flaco que a Lucio le parece imposible que pueda dominar un vehículo tan grande.

Termina de cargar el tanque y tira el bidón por el aire lo más lejos que puede, dentro del campo, intentando pegarle a una vaca. No le da pero logra asustarla.

La moto se vuelve a quedar después de menos de diez minutos de viaje. Está cerca de un taller mecánico. La lleva empujando, lo hacen esperar entre dos y tres horas. Después, sale una mujer en overol que le dice que no tiene arreglo. Ya es de noche, hace calor, Lucio está cansado. Otra vez se lleva la moto a pie. Intenta arrancarla y lo consigue. Hace cien metros y vuelve a quedarse, así que la deja abandonada en el medio de la ruta, con la esperanza de que algún camión se la lleve por delante y explote.

En Mar del Plata, de madrugada, Lucio espera en la puerta de una peluquería. Tiene el pelo más crecido, pincha, parece casi un felpudo.

Cuando abren, un hombre mayor lo hace sentar en un sillón hidráulico, le pasa un delantal blanco por sobre el cuerpo y le dice: “Qué sucio lo tenés”.

Cuando termina de cortarle, Lucio se queda sentado en el sillón hidráulico mirándose al espejo. El hombre, después de un largo silencio, le dice:

—Son cincuenta australes.

Lucio se para y, sacudiéndose la ropa, le dice que no tiene dinero.

—Va a tener que aceptarme este reloj.

El peluquero levanta el teléfono:

—Estoy llamando a la policía.

Lucio lo mira sin moverse de su lugar. El hombre agarra la navaja que usó para raparle la cabeza y lo amenaza, como si quisiera defenderse de un posible ataque. Pero ninguno de los dos se mueve. Vuelve a marcar con la mano que sostiene el tubo, pero no puede comunicarse.

Lentamente, Lucio avanza hacia él y a la puerta. Pasa a su lado sin darle la espalda y sale de la peluquería caminando para atrás. Tropieza con uno de los escalones pero no pierde el equilibrio, y se queda parado en la vereda, viendo cómo el peluquero marca otra vez el mismo número de teléfono.


Historia corta incluida en Rapado, Interzona, Buenos Aires, 2007.

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