Nuevo cuento gastronómico, hoy de Enrique de Bas Sotelo, incluido en su libro Konnichiwa, otros relatos cortos y algunos diálogos entrometidos, que se puede comprar en Amazon.
La historia narra un encuentro culinario entre una pareja, con un final que no eran el que ellos esperaban…

Que no se pase el arroz (Enrique de Bas Sotelo)
I
Olía a quemado. Aparté la sartén del fuego. Saqué los ajos churrascados y volví a empezar. Abrí una cabeza, cogí tres dientes y, después de pelarlos y desmenuzarlos, los lancé al aceite que aún humeaba. “No se puede empezar una buena historia con los ajos quemados”, pensé. Bajé el fuego y esperé ese punto en el que el marfil casi se convierte en oro y añadí la cebolla picada: un vapor dulce envolvió el mármol y el agua, huidiza, salpicaba en derredor de la sartén. La cuchara de palo araba en redondo: ahora hacia aquí, ahora hacia allá, en espiral, dejando paso al agua que, en vapor, despegaba con un vuelo incierto. Un poco de sal en ese punto en el que ya se sabe el volumen definitivo y lancé el tomate rallado. Un poco más de aceite, dos hojas de laurel, un poco más de sal, algo de azúcar, pimentón de La Vera… Y bajé el fuego hasta que –después de remover y remover– una capa dorada se sobrepuso a todo. No necesité probarlo para saber que todo había ido bien.
Un poco pronto tocó el timbre y bajé a abrir. No la esperaba aún. Me extrañó, primero, que fuera ella y, al abrir la puerta, me volvió a extrañar que no lo fuera, sino que unos chiquillos rondaban por allí haciendo el trasto; de modo que seguí mi cometido: preparé la olla para el caldo con dos tercios de agua y, con la misma atención que si fuera una pócima mágica, volqué la amenazadora cabeza de rape, las acorazadas galeras, toda la ingeniería espinal de merluzas y demás morralla, una cebolla crucificada y dos hojas del galardón que ciñen las cabezas imperiales. (Menuda pedantería se me acaba de ocurrir, pero viene a cuento). Ella también recibió esa corona laureada cuando le dieron el premio de las artes plásticas en Izazue. Nos reímos cuando me la puso en la coronilla como a un Napoleón, desnudo y excitado, e hicimos el amor de esa guisa revolviéndonos entre las sábanas de azul cobalto… Toda la noche la pasé como un faquir, sobre los trocillos de hojas, que me dejaron en un adobo perfumado hasta la mañana siguiente.
…
Me he puesto a oler, lavar, oler, cortar, oler y sofreír un pimiento rojo, de una carnosidad voluptuosa y un perfume suntuoso. La cuchara de madera va y viene; un poquito más de aceite. Un día antes de irse la embadurné con las manos desde la nuca a los tobillos y la masajeé como si la esculpiera de nuevo rastreando con las yemas de mis dedos cada pliegue, cada escondrijo; con las palmas, todos los valles y las dunas, los acantilados y los picos… Es preciosa.
II
He retirado el sofrito y he añadido los anillos de calamar. Unos minutos más y los retiro. Ahora las gambas: las veo burbujear mientras me abro una cerveza, dos minutos… Tres meses son muchos meses; hace ya tres meses largos, pero hoy es un día aún más largo, ya son las cuatro. No ha querido que la vaya a buscar al aeropuerto, sino que le haga una paella. Con cebolla, me ha dicho. Siempre quiere que ponga cebolla, y que se agarre un “socarrat”. Yo siempre le digo que en las paellas no se pone cebolla, pero la verdad es que a mí también me gusta así; y a poder ser con costra por encima. La admiro tal como es, aunque lamento que la ONG me la tenga casi secuestrada o abducida, que le digo yo. Pero es su vida, y solo espero compartir la mía con ella el mayor tiempo posible. Viviendo sin planes: esperas, desesperas, encuentros, despedidas y otra vez esperas. La quiero, y la quiero a todas y cada una de las horas.
No he podido esperar para abrir la bolsa de patatas fritas y tomarme otra cerveza. Me encanta clavar mi nariz en la espuma fría y dar el primer sorbo…ummh, ¡ah!… Apagué el fuego de la paella; bajé al mínimo el fuego del caldo para mantenerlo a la misma temperatura que mi sangre, aguardando el viaje definitivo a la paella e inundarla.
Por un momento, he pensado que podía no haber arroz en el armario, pero estaba ahí esperando, como yo la espero. Un arroz corriente que me pone a prueba cada vez. La deseo un montón. Y ella lo sabe. Claro que lo sabe.
Pongo una ñora en un vaso con agua caliente para extraer su pulpa luego, despojándola de su cobertizo con una cucharilla y entregar la pulpa al caldo ya colado.
Preparo la mesa, ordeno las cosas, limpio los cacharros y me siento a leer el diario: noticias locales, nacionales, internacionales, pasatiempos, anuncios por palabras…, ¡tlin, tlin! Leo el mensaje: “Voy por plaza Auguste Rodin, un beso”. ¡Es la señal!, enciendo de nuevo el fuego, tiro el arroz sin santiguar la paella, lo tuesto un poco. Pongo el sofrito, remuevo, añado las anillas y gambas que había reservado y lanzo el caldo. “La besaré mientras el arroz repose”, pienso. Enciendo el gratinador, bato unas yemas. En diez minutos apago el fuego, cubro el arroz con las yemas y lo pongo al horno con el temporizador. Voy al balcón a esperarla y la veo bajar del taxi. Se ha cortado el pelo, mira hacia arriba y me lanza un beso. Yo le mando otro. Desaparece bajo el portal. Mientras me acerco a la puerta tiro el delantal sobre la butaca. Pongo mi ojo en la mirilla. Veo la luz del ascensor al abrirse la puerta. Aparece ella. Abro la puerta. Me besa. “¡Qué bien huele!”, me dice. La abrazo mientras cojo la maleta. Entramos en el piso. Cierro la puerta con el pie. “¡Hola!”, le digo. Me abraza de nuevo, nos separamos por un momento y nos miramos las caras. Nos reconocemos, como asegurándonos que somos el uno y el otro. Me coge la mano, me arrastra –yo me dejo– a la habitación y pausadamente nos desnudamos. Empezamos a enredarnos de pie. Deshacemos la cama, nos tumbamos, vemos nuestros cuerpos palmo a palmo, como quien contempla un paisaje. Nos amamos…
Un olor agrio nos viene a visitar. Un humo poco denso, después… Salto de la cama. Corro a la cocina. Apago el horno. ¡Mierda! Habría tenido buena pinta. “Lo haré mañana otra vez”, me digo. Cojo el teléfono.
–¿Prontopizza?
–Sí, dígame…
–Una pizza mediana, de cuatro quesos por favor.
–¿Su dirección y teléfono?
–Calle del Parque, 23, 2.º derecha. 656363***
–Bien, señor, serán 18 euros con cincuenta. En quince minutos.
Nos reímos. Tiro el temporizador a la basura. Nos reímos mucho mientras abrimos todas las ventanas; y nos ponemos algo para recibir al pizzero.
Enrique de Bas Sotelo