Los gringos les dicen “hobbies”, aunque yo prefiero hablar de aficiones; como en el fútbol. En el periódico donde trabajaba había un relator deportivo que para referirse al golero de un equipo lo nombraba como «goalkeeper». Le comenté que aquello era un neologismo y me miró con cara de troglodita. Por supuesto que él no estaba dispuesto a abandonar esa «jerigonza» sajona que había adoptado para sus relatos del deporte más popular del mundo. Ese estilo de narración oral le daba «caché», es decir, le proporcionaba brillo a su especialidad.
Al guardalínea le decía «linesman», al tiro de esquina, «corner», al piloto de ataque o centrodelantero lo identificaba como «centrofoward» (lo pronunciaba como “centrofoguar”), y así. Fue en verdad una lucha tenaz que tuve con él, y que finalmente me llevó a hacer mi tesis sobre aquel fenómeno lingüístico que hoy sigue recorriendo el mundo y no hay nadie que lo detenga: la invasión de los neologismos. Por eso yo continúo con mi porfiada cruzada de preferir siempre las palabras en español en lugar de esos vocablos que nos llegan de contrabando, y más hoy en día, gracias a la globalización y las odiosas redes sociales.
Hecha esta digresión que he creído necesaria, me vuelco hacia la afición de Umberto Eco por la buena mesa. Sobre el particular escribió un relato que bien podría ser tenido como una anécdota, sobre la experiencia que vivió en Londres después de comprar en Estocolmo un gran salmón ahumado. Quería disfrutar de su exquisita carne anaranjada. El texto del relato es relativamente breve y está traducido un par de veces. El resultado de esta operación, en mi opinión, no ha sido muy feliz, y por eso, sin querer ganar elogios innecesarios, he realizado la traducción del texto desde el inglés a nuestra lengua materna. Eco lo escribió en italiano; lógico, esa fue su lengua desde la cuna. Ignoro si hablaba otros idiomas; seguramente sí, por su vasta cultura y sus estudios sobre semiología, donde llegó a ser un experto.
El texto del relato en su versión inglesa apareció la primera vez en el verano de 1994, en una colección de ensayos y crónicas breves. Lo acompañó de algunos comentarios como este: Me gusta la noción de llevar (cultivar) una curiosidad terca en la vida. Para cultivarla tú tienes que limitarla a ciertas áreas del conocimiento. Uno no puede ser muy ambicioso. No es necesario saberlo todo, porque al final terminas por no saber nada».
El relato en inglés comienza así:
«According to the newspapers, there are two chief problems that beset the modern world: the invasion of the computer, and the alarming extension of the Third World. The newspapers are right, and I know it.
My recent journey was brief: one day in Stockholm and three in London. In Stockholm, taking advantage of a free hour, I bought a smoked salmon, an enormous one, dirt cheap. It was carefully packaged in plastic, but I was told that, if I was traveling, I would be well-advised to keep it refrigerated. Just try».

Relato corto de Umberto Eco: Cómo viajar con un gran salmón ahumado
(How to travel with a big salmon)
Traducción de Ernesto Bustos Garrido (Junio de 2019)
Por estos días, de acuerdo con la prensa mundial, hay dos grandes problemas a nivel global que amenazan a la humanidad: Por un lado, la invasión de los computadores y los teléfonos celulares, y por otro, la alarmante expansión del Tercer Mundo. El enfoque de la prensa es correcto y yo concuerdo con él.
Mi último viaje resultó breve: un día en Estocolmo y tres en Londres. En Estocolmo, contando a favor con tres horas de diferencia, compré un tremendo salmón ahumado, a un precio increíble. Lo envolví cuidadosamente en papel de aluminio y luego lo puse en un envase plástico. Me habían advertido de que tratándose de un viaje debía mantenerlo refrigerado. De eso se trataba.
Felizmente en Londres, mi editor me hizo una reserva en un excelente hotel: el cuarto contaba con un minibar; eso decía la información de la web. Sin embargo, apenas llegué al hotel tuve la impresión de estar en el consulado de la ciudad de Pekín, durante la rebelión de los boxers. Había una multitud de familias acampando en los jardines del hotel y también en el lobby. Viajeros y turistas por todas partes se veían durmiendo en el piso y arriba de sus maletas. Le pregunté a los empleados de la recepción de qué se trataba. Lamentablemente, la mayoría eran indios excepto un par de malayos encargados de acarrear el equipaje. Con dificultad me dieron a entender que justo el día anterior el sistema computacional que habían instalado un par de meses antes, había colapsado y que en ese momento no era posible saber nada de las reservas. Imposible determinar qué cuartos estaban ocupados y cuáles disponibles. Tuve que armarme de paciencia y esperar.
A media tarde el sistema fue restablecido y yo pude dirigirme a mi habitación. Me preocupaba mi salmón. Lo saqué de la maleta y me dispuse a ponerlo dentro del minibar.

En los hoteles normales, donde suelo alojarme, existe un standard para los refrigeradores. El minibar, por lo general, es pequeño y contiene un par de cervezas, algunos destilados en pequeñas botellas de bolsillo, dos o tres cajitas de jugo, un par de bolsas chicas de maní, algo de pistacho y almendras, y así. Pero en el hotel donde yo estaba, el «minibar» era un gran refrigerador, tamaño familiar donde había cinco botellas de whisky, otra de gin, vodka, un Drambuie, Courvoisier, ocho botellitas de Perrier, dos de Vitelloises y dos de Evians. Aparte, tres botellas de espumante y varias latas de Guinness, unas pale ale, cerveza holandesa, alemana, dos botellas de vino, una blanco y otra tinto, ambas de procedencia francesa. Un vino rosé de Italia hecho en Toscana, más maní, también galletitas de coctel, almendras, chocolates y varios sobres de Alka-Seltzer. Desde luego no había espacio para colocar mi salmón.
Entonces tomé dos cajones de una cómoda donde se guarda la ropa de vestir y vacié allí el contenido del bar. Así pude refrigerar mi salmón y no pensar nada más de él.
Al día siguiente salí y cuando regresé a eso de las cuatro de la tarde, vi que mi salmón estaba sobre la mesa y que el bar estaba nuevamente cargado a tope con un festival de productor gourmé. Comprobé asimismo que en los cajones de la cómoda estaban aún todos los productos que yo había colocado allí el día anterior.
Llamé de inmediato a la recepción y le informé al conserje el desbarajuste que había en mi cuarto. Le pedí que le dijera al personal de limpieza y aseo que si ellos habían hallado el bar vacío no era porque yo hubiera consumido todo lo que allí había, y que en lugar de sus productos había guardado mi salmón. El conserje me respondió que mi reclamo debía hacerlo, para una denuncia más completa, a la central de computación, porque la mayoría de ese personal no hablaba inglés y que muchas veces debían leerlo a través del traductor instalado en el ordenador. Ellos tenían prohibición de recibir instrucciones directas de los pasajeros. Después de eso me colgó amablemente.
Entonces yo vacié todo el nuevo contenido del refrigerador en otros dos cajones de la cómoda y lo reemplacé por mi atribulado salmón.
Al día siguiente, alrededor de las cuatro de la tarde, el salmón otra vez estaba fuera del bar, y puesto arriba de la mesa, pero empezaba a despedir un curioso olor. Por su parte, el bar estaba repleto con botellas grandes, medianas y pequeñas, aparte de que ya tenía cuatro cajones de la cómoda atestados de bebidas y comestibles.
¿Qué hacía?
Volví a llamar a la recepción, pero me contestaron que ellos no podían hacer nada, por el momento, porque otra vez estaban teniendo problemas con el sistema. A través del citófono interno me comuniqué con el servicio de cuartos y traté de hacerles entender la situación. Me mandaron un muchacho con el pelo largo amarrado en una cola de caballo. Me sonrió, pero no pudo hablar nada conmigo porque sólo hablaba malayo o qué sé yo. Me sentí tan desolado como si yo estuviera entre las tropas de Alejandro el Grande, mientras sus legiones atacaban a los persas, junto a miles de mercenarios de todas las razas y lenguas, y yo sin poder entender ni decir nada.
A la mañana siguiente me dirigí al mesón para firmar mi billete. ¡Sorpresa! La cantidad era astronómica. Decía que en poco más de dos días y medio yo había consumido hectólitros de Veuve Clicquot, diez botellines de whisky incluidos varios de sofisticadas marcas, tres de cebada y ocho de malta, también ocho botellines de gin, veinticinco litros de agua mineral (Perrier y Evian, más algunas de San Pellegrino), bastante jugo de frutas como para proteger a todos los niños de la UNICEF del escorbuto, además de almendras, pistachos y cacahuates en cantidades. Traté de explicarle al conserje, el error, pero él con la mejor de sus sonrisas me respondió que todos mis consumos estaban allí, registrados, en el computador.
Entonces le hablé de un abogado y ellos me prometieron uno.
Ahora mi editor está furioso conmigo porque piensa que yo soy un cronista muy difícil y complicado.
A todo esto, el salmón se descompuso y dejó un olor a pantano de aguas quietas en la habitación.
Por su parte, mi familia insiste en que debo ir a un especialista para tratarme esta repentina afición a la bebida.
El autor
Umberto Eco escribió varias novelas: ✅ El nombre de la rosa (Il nome della rosa, 1980); El péndulo de Foucault (Il pendolo di Foucault, 1988); La isla del día de antes (L’isola del giorno prima, 1994); Baudolino (Baudolino, 2000); La misteriosa llama de la Reina Loana (La misteriosa fiamma della regina Loana, 2004); El cementerio de Praga (Il cimitero di Praga, 2010); y Número cero (Numero zero, 2015).
De sus ensayos, destacamos ✅ De la estupidez a la locura. Cómo vivir en un mundo sin rumbo (Editorial La nave di Teseo).
- Eco, Umberto (Autor)
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- Eco, Umberto (Autor)