Cuento gastronómico: Aceite para cocinar


Esa mañana, en efecto, la Cándida había estado preparando el sofrito del cosido de vacuno que debía cocinar para el almuerzo. La mujer, siempre de mal semblante y con un gesto perenne en su boca de perro bulldog, acostumbraba a introducirse al almacén a hurtadillas y tomaba de cualquier parte los productos que necesitaba para cocinar. Y era pura mala costumbre, porque en la cocina de esa casa-almacén, se supone, había de todo.

Fragmento del cuento «Aceite para cocinar», de Ernesto Bustos Garrido

Aceite para cocinar, un relato corto de Ernesto Bustos Garrido (Corebo)

El almacenero fijó sus ojos de cancerbero en la estantería de los comestibles y encontró solo una botella de aceite. “Pavito”, el niño de la cuadra siguiente, estaba allí con su carita de barrabás angelical apoyada en el borde del mesón, aguardando el producto. Era su cumpleaños y su abuela Emerita lo había enviado al negocio de Rudolfo, apodado “El Rudo”, por haber sido agente de la dictadura, para que comprara una botella de un litro. Para esa tarde le había prometido una “completada” gigantesca (*).

–Tráeme del aceite “Tres Coronas”, que es el que me gusta y te voy a preparar la mayonesa casera más rica que hayas comido en tu vida. “Tres Coronas”. ¿Te acordarás? Ah, y aquí tienes la plata –y le pasó un billete azul.

El niño asintió con la cabeza y marchó erguido buscando garupias hasta el negocio del expolicía, vestido de diablillo y con un tridente de juguete en la mano.

Mario Rudolfo Muñoz Astorquiza, según su cédula de identidad –exfuncionario de la policía secreta del dictador Pinochet–, volvió a observar la estantería, y lleno de contrariedad comprobó que la solitaria botella estaba hasta la mitad. Alguien la había abierto.

“La cocinera”, pensó de inmediato el almacenero. ¿Quién más?

Esa mañana, en efecto, la Cándida había estado preparando el sofrito del cosido de vacuno que debía cocinar para el almuerzo. La mujer, siempre de mal semblante y con un gesto perenne en su boca de perro bulldog, acostumbraba a introducirse al almacén a hurtadillas y tomaba de cualquier parte los productos que necesitaba para cocinar. Y era pura mala costumbre, porque en la cocina de esa casa-almacén, se supone, había de todo. Sin embargo, ella padecía el mal del derroche compulsivo: gastaba a manos llenas de lo ajeno y atesoraba hasta con avaricia los bienes propios. En esa línea de conducta era capaz no tomar desayuno en su casa al salir muy temprano hacia su trabajo, a la espera de llegar a su empleo y hartarse con el pan recién horneado, el queso, el jamón y la mermelada de sus patrones.

La solitaria botella de aceite que «El Rudo» encontró en un rincón de los estantes estaba abierta, y así no le servía. El niño que recién entraba en el negocio, venía por una botella de litro. Para la mayonesa casera de la abuela se requeriría una completa; así le pareció a él también. A “Pavito” siempre lo mandaban al almacén del expolicía, ya fuera por cigarrillos, sopas, fideos, el paquete de sémola, los polvos de hornear, el aceite para las papas fritas, o la harina para hacer el pan.

El negocio del “Rudo” prosperaba lento pero seguro, a pesar de que su clientela más fiel empezaba a advertir que los precios subían, subían y subían, más que el costo oficial de la vida. “La Carabina” no era el único almacén del sector, también era botillería gracias a una antigua patente alcoholes del abuelo. Joselyn, la hermana menor del dueño, cooperaba en algunas horas a la atención del público. Además de simpática y dicharachera, la joven poseía un modo encantador para vender esto y aquello, incluso lo que no se necesitaba. Los hombres, cuando ella estaba detrás del mesón, se aglomeraban en el despacho. Su trasero y un par de piernas de pasarela eran, sin más ni menos, el imán del negocio. Por allí pasaba el aumento de las ventas, no obstante la carestía y el sobre precio de los productos.

Cuando El Rudo advirtió la falta de aceite, se molestó y se dispuso a buscar en la bodega.

–Quédate un rato sola –le dijo a su hermana–. Voy adentro.

 Aceite era lo que nunca debía faltar en esa gran despensa. La gente del barrio, contra la tendencia en boga de la comida light y natural presente en otros barrios, todavía cocinaba en sus casas los platos caseros más tradicionales, como los estofados, el charquicán, las papas con mote, y los callitos o guatitas a la jardinera; también, el pescado frito, las sopaipillas con chicharrones, la entrada de patitas de chancho, y de “uncuantohay”.

–Espérame un ratito –le pidió «El Rudo» al niño, que mantenía en una mano un tridente de juguete, y en la otra, un arrugado billete azul.

–Es mi cumpleaños, le dijo a la Joselyn.

–Sí, no me digas. ¿Cuándo?

–Hoy en la tarde. Me van a hacer una fiesta en la casa. Este traje de satanás me lo regalaron hoy en la mañana, y la lanza también.

–Ven para acá, tesoro, que te voy a dar un beso –le dijo la muchacha.

El gesto llenó de envidia a un par de viejos que compraban queso y jamón.

El expolicía entró a la bodega y pensó que la cocinera movía las manos, es decir robaba. Todo tramposo cree que la gente le roba, incluso los miembros de la propia familia. El, continuamente, desconfiaba; desconfiaba del repartidor de bebidas, del tipo que le traía los alfajores, del vendedor de lácteos, y para qué decir del comisionista de los vinos y licores.  Contaba y recontaba las cajas con diferentes mercaderías y luego revisaba las guías de despacho una y otra vez, con gesto y actitud de contador-auditor.

Es que él tampoco era de los trigos muy limpios. Desde que ingresara a la institución policial, en la que sirvió por veinticinco años, hizo negocios lindantes con la trampa. Era el rey del malabar. Vendía a sus compañeros un queso de cabra que era de vaca y que le traían de Linares sin guía y sin los timbres de sanidad; también traficaba casettes “piratas” de la Shakira y Tom Jones que le grababa un sobrino en un desastroso PC comprado en el persa; perfumes paraguayos rotulados como franceses, seducían a los policías necesitados de quedar bien con la jefe, y hasta un falso Viagra, que en realidad era mexformina, un remedio para la diabetes, que él teñía del color azul y lo ofrecía como “la llave a la felicidad”, pasaba por el original. Si sus compañeros de trabajo le solicitaban aguardiente de Guariligue, el cabo Muñoz sabía cómo arreglárselas para conseguir algo parecido al producto original, aunque fuera destilado a partir de papas y coliflor casi podridas, y trozos de suela de zapato. Al ser dado de baja por una golpiza brutal a un dirigente sindical, Muñoz se instaló con un kiosquito en el antejardín de su casa. Para la gran inundación del año 94 sacó de tantos apuros al vecindario, que el negocito que se movía hasta ese minuto al tres y al cuatro, se convirtió en el mini–market “La Carabina”. Pensó ponerle otro nombre, pero finalmente primó su pasado policial.

Esa mañana “Pavito” le había pedido aceite “Tres Coronas” y él estaba decidido a venderle esa botella de litro que la abuela había encargado al chiquillo. Doña Emerita era una clienta especial. Pagaba en contante y sonante y nunca acudió a que se lo anotaran en la libreta del fiado. ¿Cómo no había más aceite? Escrutó todos los rincones y no había. Recordó entonces el expolicía que en el fondo de la bodega, donde estaban de los útiles de aseo, había un gran pote de vaselina. Lo fue a buscar y decidió calentar rapidamente un poco de ese producto para verterlo dentro de la media botella de aceite usada por la cocinera, hasta completar el litro. Total, aceite y vaselina eran casi lo mismo, pensó. Tardó algunos minutos en realizar él mismo la mañosa artimaña.

–Ya, listo –le dijo a su hermana Joselyn, regresando al almacén, y le entregó la pócima aceitosa preparada por él, de manera artera e inescrupulosa.

“Pavito” recibió la botella de aceite y le pasó a la muchacha el billete azul, sin dejar de sostener en su otra mano su tridente de juguete. Le dieron el vuelto y se fue saltando, feliz para su casa, sobre las charcas de agua y barro que había en la calle.

 En el cumpleaños invitados y los miembros de su familia empezaban a llegar a la fiesta del niño. Muchos regalos y el besuqueo de sus tías que a él lo fastidiaba. En la cocina doña Emerita recibió la botella de aceite y dio inicio a la elaboración de su famosa mayonesa casera. Antes había preparado todas las exquisiteces que acompañarían a una gran completada: el tomate picado en cuadraditos, la palta con un cuesco adentro del plato para que no se pusiera negra, algo de “chocrut” hecho con repollo fermentado, un pebre en salsa verde con olor a cilantro, ají Don Beneno, picante y sacador de sed, el pan de hot dog blando y aderezado con semillas de  sésamo, y las vienesas “Germania” que humeaban de sus vapores tedescos dentro de la olla hirviendo, a la espera del gran momento.

En torno a la gran mesa con cubierta de roble y patas alacranadas de luma, estaba toda la familia López Carrasco; hermanos, hermanas, el padre de “Pavito”, su mamá Angelina; el abuelo Zacarías, el tío Joaquín, la tía Pastora, sobrinos al por mayor, y una parvada interminable de primos y primas, más los invitados. Casi todo el barrio estaba en torno a aquella alegre mesa familiar.

 Sería la completada del año en el cumpleaños número seis del “pillín”. El papá de “Pavito” se preparó para descorchar una gran botella de vino de dos litros: tinto, cabernet, “brezo”, y con el color a la sangre del toro. No estaría el tío Humberto, asesinado por los agentes del régimen militar de Pinochet. Para los chicos, bebidas de fantasía y jugos en sobre. Faltaba sólo que la abuela apareciera con las vienesas, el tomate, el pan, la mostaza, el ketchup y su mayonesa casera.

Pasaron diez minutos, media hora y la abuela Emerita no daba señales de vida “Pavito”, a una seña de su madre, fue a la cocina a averiguar por qué la demora. ¡Sorpresa! Encontró a su abuela descompuesta, sentada en un rincón, y tapándose la cara con su viejo delantal.

–Abuela ¿qué te pasa?, preguntó el niño alarmado.

–Es que la mayonesa no me sale. Primera vez en mi vida….

Y le mostró a su nieto un menjunje asqueroso, aguachento, color a mierda de guagua, dentro de la fuente redonda donde ella acostumbraba a preparar su famosa mayonesa con huevos de campo.

–Huele –le pidió al niño, al tiempo que se secaba con sus manos cansadas el sudor y las lágrimas del mal momento. Había frustración y desconsuelo en su rostro.

“Pavito” acercó su pequeña nariz al recipiente y no pudo evitar una arcada. Pese a su corta edad pudo diferenciar entre el aceite comestible y aquello que contenía la botella.

–Abuela –le dijo–, esto huele a vela derretida o quizás a aceite de motor.

–Anda donde el Rudolfo, llévale el resto de esta botella de aceite y pregúntale que te vendió ese estafador de moledera –le ordenó la anciana.

“Pavito” partió hacia el almacén del expolicía llevando en una mano la botella de aceite y en la otra una metralleta de plástico duro.

Al llegar, el almacén estaba cerrado; golpeó la puerta y le salió el dueño de casa.

–¿Qué se te ofrece ahora?, le preguntó sonriente el excabo Muñoz. “Pavito” no habló, pero le mostró la botella de aceite comprada esa mañana. El falso almacenero intentó hacerse el desentendido, pero no pudo dejar de experimentar un cierto presentimiento en su pecho ¡Le habían descubierto el engaño!

–Nada –le respondió el niño, pero enseguida lo apuntó con su metralleta.

Rudolfo Muñoz, excabo de la policía, ex agente de los servicios secretos, especialista en interrogatorios y torturas, ejecutor de muertes a disidentes políticos, abrió los ojos como gato en la obscuridad, extendió los brazos a ambos costados de su cuerpo y cayó hacia atrás, fulminado, como un poste del tendido eléctrico arrollado por una locomotora.


(*) Completada: Se le llama a una reunión familiar donde el ágape es a base de hot dogs. Lleva dentro de un pan blando del tipo hamburguesa, una salchicha alemana acompañada de tomate picado, palta o aguacate, salsa de ají, mostaza, ketchup y mayosesa. A algunos les gusta con chocrut.

Nota: Este cuento se inspiró en un sueño mío, donde el vendedor del almacencito de barrio se desespera porque no encuentra el dinero para dar el vuelto de una compra y también porque no conseguía sacar las cuentas de las ventas del día. Escrito durante mi estadía en la ciudad de Coyhaique, en la Patagonia chilena, en el año 2015.


Ernesto Bustos GarridoAutor de la introducción: Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.

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